Temor irracional e invencible hacia objetos o situaciones específicas que, según el buen sentido, no deberían provocar temor.
Tales son el miedo por los espacios abiertos (v. agorafobia), por los cerrados (v. claustrofobia), el miedo a enrojecer (v. eritrofobia), el miedo a lo sucio (v. rupofobia), el miedo a las enfermedades (v. patofobia; hipocondría), etc. La fobia se distingue del miedo porque, a diferencia de este último, no desaparece frente a la comprobación de la realidad, y al mismo tiempo se debe diferenciar del delirio porque el fóbico está perfectamente consciente de la irracionalidad de sus temores, pero sin embargo no logra resolverlos. En una época la psiquiatría trataba unitariamente la fobia y la obsesión (v.); hoy se tiende a diferenciar ambas figuras porque, como precisa G. Jervis, “la fobia es el intento de construir una defensa contra la propia ansiedad alejando obstinadamente la ocasión de manifestarse con una distante y precipitada actitud de rechazo que sólo sirve para evocar continuamente el fantasma; la defensa obsesiva, en cambio, es el intento de construir una serie de barreras mágicas que se interpongan a la ansiedad, un laberinto de conjuros, una estructura de comportamientos meticulosamente controlados, útiles para alejar hasta el infinito el momento de no control, el riesgo de la crisis” (1975: 269).